Francisco Albarrán tenía 21 años cuando llegó de Ávila a Usera (Madrid) a buscarse la vida. Lo que se encontró fue un bar. Era 1974 y el bar llevaba abierto seis meses; era el Vicentín, y pasó a llevarlo él. Albarrán lleva detrás de la barra desde entonces, 46 años. Con camisa granate y mandil negro, uniforme del local, Albarrán pone un café con leche en vaso a un hombre que juega a la tragaperras y se gira hacia el periodista: “Por primera vez pienso en jubilarme. No porque quiera, sino porque esto me obliga”. “Esto” es el virus. Medio año después, al virus no hace falta nombrarlo. “Desde el 74 ha pasado de todo en este país. Dictadura, crisis… Esto es lo peor”. A partir del lunes su bar no podrá tener a 20 personas dentro sino a 10, y a ninguna en la barra. Cerrará a las diez de la noche, pero esto ya lo está haciendo: “Las cosas ya no funcionan como antes, ni 20 dentro ni más allá de las diez abiertos”. Son las diez de la mañana y Vicentín lleva abierto desde las siete. “La gente actúa sin responsabilidad, que no se siguen las recomendaciones. Ahí se reúnen 20 tíos y no pasa nada”, dice señalando un punto inconcreto. “Yo tengo 67 años. Nunca me arrepentí de venir de Ávila, Madrid me lo ha dado todo”.
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